miércoles, 9 de diciembre de 2009

De pequeña me seguían las cosas que me daban miedo o me daban miedo porque me seguian.
Una tarde me siguió un perro. Era una cosa fea, peluda y carachenta. Sus dientes punzantes para clavar en partes blandas de mi cuerpo. Pero había algo en sus ojos que me llamaba.
Al principio la perra fue poco aceptada pero a fuerza de lenguetazos y zalameros meneos de rabo se compro a todos en casa. Una oleada de angustia se apoderó de la casa cuando la perra enfermo.
El 31 de noviembre mi padre se encargó de sacrificarla, como quien sacrifica al hijo que padece lo indecible.
Nunca le habíamos puesto nombre pero ahora, muerta, necesitaba uno. A pesar de su aspecto la llamamos linda.
Esa noche aprendí que la muerte nos reviste de una dignidad extraña.